sábado, 23 de abril de 2011

David Oistrakh: Más allá del violín y el régimen

Por Héctor Palacio @NietzscheAristo

Gracias a la generosidad de Gabriel Careaga y Paco Ignacio Taibo, durante la transición del siglo pasado al presente, publiqué un buen número de textos en El Universal y la revista Siglo XXI sobre temas relacionados con la cultura: crónicas y notas críticas de sobre música, ópera, cine, libros, teatro, etc. Muy interesante, pero llegó el punto del tedio y renuncié a textos semejantes para ocuparme de otros intereses. Extrañamente, recibí hace poco un correo electrónico masivo de La Academia de Música del Palacio de Minería (con la cual no tengo ningún contacto), invitándome a ver la película-documental “David Ostrakh: ¿Artista del pueblo?” (1994) de Bruno Monsaingeon, el pasado 25 de marzo en el Anfiteatro Simón Bolívar. De la extrañeza pasé al contento, ya que Oistrakh ha sido para mí un intérprete significativo desde que conocí sus grabaciones y filmes, y en quien, progresivamente, he ido descubriendo a un artista excepcional. En consecuencia, he aquí algunas elucubraciones.

La película exhibe un material extraordinario reunido tras años de búsqueda en la aún Unión Soviética. La pregunta del título refiere al uso político que durante el régimen soviético se hacía de los artistas (y de los deportistas, científicos, escritores, etc.), para exaltar las cualidades del comunismo. Al formarse en escuelas del mismo, el artista debía pensarse más que como una conquista individual, como un logro más del “sistema del pueblo”. El cuestionamiento, no obstante que pudiera ser irónico, es a mi juicio equivocado. Ser o no ser artista-producto del régimen soviético no es el componente crucial en el sentido artístico de Oistrakh.

Y era inevitable que en la ronda al final de la proyección se planteara la interrogante prototipo en estos casos: ¿Se forman mejores artistas bajo un régimen totalitario o en los (considerados) democráticos? La respuesta de Monsaingeon me pareció también errática, ambigua al menos: Que él se ha estado preguntando lo mismo por años y no tiene respuesta clara. Y se equivoca porque durante el siglo XX, tanto los países del “socialismo realmente existente” como del capitalismo concibieron productos de arte extraordinarios. Parte de la tensa dinámica de la guerra fría consistía en demostrar la superioridad de un sistema sobre el otro en todos los campos posibles. El del arte no escapaba a ello. Occidente y el capitalismo “desarrollado” ha persistentemente estimulado el desarrollo artístico. En su variante sajona no siempre insuflado de un espíritu humanitario y solidario, particularmente en Estados Unidos donde arte y cultura prolongan usualmente la dinámica de la competencia y el mercantilismo y se solaza más bien en la “industria del entretenimiento”. En la Unión Soviética se puso férreo énfasis en la educación y fue siempre evidente la destreza técnica de sus artistas, atletas, científicos y demás. Oistrakh, en este sentido, es parte de ese proceso, de ese hincapié del régimen soviético y él lo asumiría así con honestidad y convicción; estaba obligado con el sistema De allí que inclusive se afiliara al Partido Comunista (lo mismo que hiciera su maestro, el violinista y pedagogo de excepción, Pyotr Stoyarsky), y que su imagen fuera utilizada como parte de la propaganda. Que aceptara las condiciones para salir al extranjero con un límite de 90 días y entregando parte de sus ganancias al Estado (cosa que por otro lado, no parecen del todo extrañas en “occidente” mismo). Naturalmente que nada justifica la imposición por parte del Estado de una estética, como pretendió el estalinismo, ni la presión sobre la libertad del proceso creativo. Pero es necesario estudiar caso por caso para matizar el desarrollo individual dentro de una experiencia que se pretendió colectiva y terminó siendo autoritaria, totalitaria y controlada por una élite burocrática.

Monsaingeon, el cineasta, junto con Yehudi Menuhi –colega y amigo occidental de Oistrakh- especulan que el violinista llevaba una doble vida, un doble pensamiento: el discurso público y la reflexión íntima, resultado del temor ante la dureza del Estado. Todo es posible pero en realidad no dan pruebas contundentes de ello, sólo especulan. Acusan al régimen de una supuesta muerte prematura a los 64 años de un infarto y de que tuviera que “socializar” sus ingresos. Pero estrictamente hablando, ¿no es acaso el violinista un privilegiado del sistema soviético?: Educación ilimitada, proyección masiva, salidas innumerables al exterior, discografía amplísima, filmación de sus conciertos, posición en el Conservatorio de Moscú y, además, sobrevivió la rigidez del estalinismo; contrario al nazismo, no importó que fuera judío: Era ruso-ucraniano, sobre todo, y el propio David Fiodorovich Oistrakh estaba orgulloso de ello. Los músicos occidentales, cuando les va bien, tienden a quejarse aún más que aquellos a quienes les va mal. En este caso, Monsaingeon y Menuhi, productos mimados del mundo occidental, quieren hacer del artista, un mártir. Ponderan la victimización que ellos elucubran y desean empujar al público presente hacia ese concepto en vez de hacerlo hacia su arte portentoso. Su contextualización histórica no resulta objetiva sino parcial. Sin embargo, cuando se hace el balance de la vida de Oistrahk, ¿qué es lo que prevalece?

La pregunta fundamental del filme debiera ser: ¿Existe otro Oistrakh? ¿Formó el sovietismo o el capitalismo otro David Oistrakh? Es decir, ¿un Oistrakh con o sin un violín? Desde mi perspectiva: No. Existieron en ambos mundos violinistas magistrales sin duda: Jasha Heifetz, Boris Goldstein, Eugène Ysaÿe, Pablo Sarasate… Mas la presencia emotiva junto a la musicalidad extraordinaria y la cualidad envolvente de David Fiodorovich -en consonancia con el cambio de los tiempos, el advenimiento de la modernidad discográfica y la filmación-, es irremplazable.

Y hablemos del músico, del violín: La magistral destreza con que trata el instrumento es pasmosa. Como si hubiera nacido con él pegado al cuello y a sus manos (inició su entrenamiento a los cinco años de edad). No hay hombre y violín, hay una prolongación. La afinación es, por supuesto, perfecta, la sonoridad es firme, robusta, brillante, pero redonda, sin contradicción; el denso y flexible vibrato combina ambas expresiones. El cuerpo regordete (también inusual según el prototipo de los violinistas; Silvestre Revueltas, otro gran regordete, fue en sus inicios también violinista excepcional), está orgánicamente involucrado en la ejecución musical y se expresa en los enérgicos movimientos del cuello, el rostro y la cabeza integral, todo casi siempre a ojos cerrados. Su interpretación va mucho más allá que la del mero virtuoso. El musicólogo Rafael Fernández de Larrinoa ha descrito su violín correctamente: “En un período en el que se desvanecían los delicados artificios del violín romántico, Oistrakh, poseedor de un vibrato lento e intenso (…), encontró el remplazo del agonizante estilo con un concepto “monumental” de la interpretación cuyo secreto radicaba en buena medida en la aplicación de una presión de arco inusitada, capaz de extraer del instrumento una sonoridad que podría describirse como épica.”. Oistrakh establece –como Enrico Caruso en el canto- un antes y un después en su instrumento.

Y del hombre sin violín: Oistrakh toma sus decisiones con el violín en su estuche. Agradece y reconoce al régimen. No abandona la Unión Soviética. Acepta y vive con sus condiciones. Establece colaboración con músicos europeos y de Estados Unidos sin problemas. Shostakovich, extraordinario artista que tampoco sale de la URSS, le escribe dos conciertos y asimismo Khachaturian y Prokofiev, entre otros. No vive en la opulencia de una “estrella” en occidente, pero pese a ello es el violinista más extraordinario de su generación y de muchas otras colaterales (se supone que Paganini fue asimismo violinista fenomenal, Oistrakh suena a la vez conmovedor y espectacular en sus conciertos). Y, ¿se puede considerar prematura una muerte por infarto a los 64 años?

Y del artista: La naturaleza de David Oistrakh va más allá de su circunstancia y de su instrumento. Es un gran técnico del violín y de la música, pero es el interior del individuo el que se expresa y transgrede al virtuosismo. El que desde la solidez del virtuoso, se abandona a raptos de embriaguez a ojos cerrados. El violín es sólo una vía de expresión: Instrumento, propiamente. El vehículo de la exaltación vital y de su espíritu, digamos, poético. Quiero decir, que si no existe el violín, la naturaleza artística del hombre se habría expresado en otro arte o en la vida misma, en un temperamento.

Entonces, no depende de un sistema o de otro. Entonces, Oistrakh no es un artista del pueblo. Es un artista; punto. Universal. Más allá de cualquier especulación que pueda resultar aun mezquina. Y desde cierta perspectiva, si el régimen aparte de proporcionarle educación, fama y proyección ilimitada, le inflige dolor (lo cual no es claro, pero posible), este sufrimiento enaltece aún con mayor presencia el aliento artístico y poético del violinista, del artista, del hombre. La condensación del azar en la figura de David Fiodorovich estalla en la extraordinaria expresividad de sus excepcionales interpretaciones. Crea un tiempo nuevo. Una estética. Un lenguaje. Un paradigma. (Y demás “musarañas”, diría el simpático genial, Silvestre). Para regocijo y raptos de serena introversión de quienes hoy le vemos y escuchamos.

P.D. David Fiodorovich Oistrakh/”Clair de lune” de Claude Debussy/Paris, 1962: http://www.youtube.com/watch?v=SKd0VII-l3A

viernes, 8 de abril de 2011

Estoicismo japonés 2011: De Hiroshima y Fukushima

Por Héctor Palacio @NietzscheAristo

Camisa azul, pantalón negro, rostro adusto, me miro ahora mirarme, inerte, desde el papel de una fotografía del verano de 2007 en Hiroshima. Junto a la valla que resguarda el símbolo de la hecatombe de la ciudad, la Cúpula o Domo de la Bomba Atómica, que nítidamente se observa a la distancia de la toma. Después de haber conocido el castillo negro, el parque, el museo y las puertas de la paz, el monumento a los niños y otras evidencias en memoria de las víctimas; después de haber caminado a la orilla del rio con los márgenes de tierra que aún lucen como calcinados -con destellos dorados y brillantes surgiendo de entre el gris polvoriento de las formas pedregosas y como si al contemplar la escenografía rodara alguna escena desolada de Hiroshima mon amour-; después, tomaron la imagen. Me pareció entonces de la mayor justicia no sonreír como turista bobo ante los restos de una de las bombas nucleares de 1945, explotada cuando estaba ya vencido el gobierno japonés y se infligía un castigo innecesario a la población (lo mismo que a los civiles de Berlín que tienen su emblema en la Kaiser Wilhelm Gedächtniskirche, la iglesia derruida de Kurfürstendamm, en el barrio de Charlottemburg). Los Aliados querían a toda conciencia dejar un testimonio de muerte y destrucción en los países del Eje como legado de su rencor ilimitado, de la ausencia de generosidad, de su humanismo torcido.



Desde ese mi primer viaje a Japón pude percibir el temple del carácter, la naturaleza austera del japonés, la aceptación de la vida que los acerca a un concepto estoico. El no mirar de más, no chistar, producir incansablemente (por ejemplo, cada pequeño trozo de tierra es sembrado y cosechado una y otra vez), no quejarse frente a la tarea a emprender. La tarea de sobrevivir la jornada, la vida, el imprevisto y la tragedia tan impasiblemente como si de un mandato se tratara. Y procurar hacerlo al detalle de una perfección inalcanzable pero siempre presente como guía. De allí que el orden y la disciplina sean una prioridad y el respeto a la autoridad se dé sin cuestionarla en una áspera pero gentil mezcla de autoritarismo y tradición (y sin idealismos, pues es claro que existe un pensamiento crítico, inclusive contra el poder político y económico y sus expresiones que no escapan al fenómeno de la corrupción que es universal, pero se guarda usualmente en el ámbito privado; incluyendo la queja contra leyes severas, multas excesivas e impuestos rigurosos).



Se habla del estoicismo japonés porque este país ha sobrevivido y se ha levantado de tantos desastres naturales y no naturales. El registro de sus temblores, tsunamis, tifones, es impresionante. Un escueto repaso a las estadísticas mayores basta: 22 mil muertos en 1896 por un tsunami; 142 mil en el terremoto de 1923; 6 mil de un tifón en 1959; 7 mil por el terremoto de 1995; y sobre todo, las 180 mil víctimas de la Segunda Guerra Mundial. La tragedia de 2011 ha sido una fatal combinación del poder devastador de la naturaleza con el propiciado por la creación del hombre: terremoto, tsunami y accidente nuclear. Arroja una pesadilla que se cierne no sólo sobre los japoneses, también sobre el resto de la humanidad, para quien la amenaza de Fukushima es una grave advertencia (a la cual ha respondido con urgencia y responsabilidad el Estado alemán al cancelar sus planes nucleares). Lo peor es que se desconoce aún el potencial catastrófico del reciente fenómeno, se ignora el saldo final. Y si bien el uso de la energía nuclear es polémico, tiene detractores y defensores, ¿quiénes responderán por el peligro de las plantas nucleares en Fukushima y el mundo: las empresas, los gobiernos?



Si ha superado en el pasado tantas tragedias naturales, si sobrevivió y se levantó sobre la catástrofe de Hiroshima y Nagasaki y el ataque aéreo que destruyera Tokio, si ha llegado a convertirse en una potencia económica mundial (amenazada por la crisis vigente), es de esperarse que este pueblo abatido termine por erguirse aun más rápidamente de lo que cualquier otro país haría ante semejante circunstancia. Esto lo confirma el hecho de que ya estén trabajando inmediatamente después de la conmoción. E invariablemente lo han reiterado mis conocidos y amistades japonesas: “No nos rendiremos. Sobreviviremos. Reconstruiremos el país hasta la normalidad.”.



Y aunque sea más que notable la aparición televisiva de Akihito después de 22 años de silencio, y diga que está profundamente preocupado, quiero desear -mientras me pienso ahora a mi mismo mirar por la ventanilla del vuelo Hiroshima-Tokio de 2007 la imponente y célebre montaña Fuji, tan cara al Japón (Fuji-shima)-, que el pueblo japonés vuelva a triunfar en su estoicismo; pero a la vez, reflexiono si la humanidad será lo suficientemente estoica como para sobrevivir a sí misma (Camus diría que no).

Bertolt Brecht frente al Carnegie Hall

Por Héctor Palacio @NietzscheAristo


Caminar es más que una necesidad funcional o un mero ejercicio. Es en un disfrute que cuando se prolonga inclusive hasta el agotamiento, linda en las regiones de la embriaguez. Una variante de la exaltación de los sentidos que no requiere el consumo de estimulantes. Se puede caminar donde sea, pero si se realiza en las casi perfectas aceras de una ciudad como Tokio o las excelentes de Nueva York (París tiene sus bemoles, lo mismo que Roma y Berlín, aunque son aún estupendas para la caminata; la ciudad de México, salvo un mínimo porcentaje de avenidas, es prácticamente intransitable), el goce es mayor. Mas en Tokio podría uno extraviarse en las incontables ramificaciones de estrechos callejones que como antiquísimos tentáculos se prodigan desde las arterias mayores, o en la primera instancia indescifrable simbología del Hiragana, Katakana y Kanji. Manhattan, en cambio, aunque París ocupe un intelectual lugar de privilegio, es la ciudad más fácil del mundo para el caminante incansable. El que no se detiene aun ante la protesta del cuerpo. Porque hay una voluntad que es motora de la acción. Y hay un pensamiento que emerge sobre la acción.

Manhattan es a todas horas, pues nunca duerme, se ha dicho, una posibilidad. Y las posibilidades se toman inclusive al costo de los riesgos. ¿Pero qué es la vida misma sino el riesgo superior? Así, con un buen par de zapatos, abrazo las posibilidades y me arrojo a las calles sin pensarlo demasiado.

La otra noche caminé y, como siempre, la sorpresa que suele saltar en cualquier esquina, apareció como un gato, ágil (extrañísimo ver un minino callejero por aquí, pienso ahora en el gato de Breakfast at Tiffanyi’s de Capote, perdiéndose hacia el final en la lluvia sobre la Avenida Lexington). Inusual encontrarse con gente manifestándose en las calles de Manhattan (a excepción de Union Square donde la protesta es común), que no son las del Distrito Federal o París. Me detuve una más de las tantas veces en esa esquina que forman la Calle Cincuenta y Siete y la Séptima Avenida. Frente al Carnegie Hall un grupo de personas (setenta dijo la prensa, tal vez un poco más, sin llegar a cien), explaya lemas al unísono, entona canciones a manera de consignas, se une ya un trompetista, un violinista, un percusionista, a la melodía cuya letra tiene como objetivo a la Orquesta Filarmónica de Israel (OFI) y Zubin Mehta, su director: Don’t Harmonize with Israeli Apartheid

La OFI ha sido descrita en su reciente gira por los Estados Unidos como “embajadora musical” de la Brand Israel Initiative, que pretende dibujar una cara amable de ese país ante el desprestigio internacional ganado a pulso a raíz de la opresión que inflige al pueblo palestino. Es decir, además de ejecutar los instrumentos y las partituras, a la orquesta se le ha cargado con una tarea de propaganda. Los activistas -civiles y artistas- de “Why do I boycott Israel…?”, además de especificar su postura en contra de las campañas “culturales de distracción”, del whitewashing (blanqueado), la colaboración entre la OFI y el ejército israelí, contra la impunidad por la ocupación y acoso a Palestina, el Muro Apartheid (otro más), la invasión de Gaza y el asesinato de niños en 2009, tienen como colofón una sólida frase de Bertolt Brecht: “For art to be ‘unpolitical’ means only to ally itself the ‘ruling’ group” (“Que el arte sea ‘apolítico’ significa solamente aliarse por sí mismo al grupo dominante”).

En suma interesante el planteamiento del grupo manifestante a través de la cita a Brecht, el autor teatral alemán cuya obra tuviera un definido cariz político a través de la exposición objetiva en escena de la problemática social. Objetivismo que se convertiría en un arma crítica sin que el arte del dramaturgo se convirtiera en ideología. He allí el reto. Siempre se quiere pensar el arte como un fenómeno apolítico, nada más lejano de la realidad. Porque al momento de renunciar a la crítica, el arte y señaladamente el artista, convalida al stablishment, cual sea que éste sea. Es decir, se ha tomado partido. Obviamente que un ejecutante musical, el pianista, violinista o cantante, al momento del acto artístico, expresa básicamente su virtuosismo estético y/o su expresividad artística, pero, ¿qué revela su pensamiento, su postura ante los acontecimientos cotidianos? Naturalmente que no se trata de crear o expresar ideas sobre el arte por consigna, pero lo contrario, el silencio, manifiesta la otra cara del fenómeno de la filiación política, en este caso, la del artista “apolítico”, el cómodo o complaciente rostro de la satisfacción.

En una sociedad con regularidad democrática el ideal es que el artista se exprese libremente, inclusive sin que jamás pronuncie una idea abiertamente política, porque se supone que el mecanismo social goza de buena salud. Sin embargo, en ciertos momentos históricos, en ciertas circunstancias críticas de los países, ¿no es acaso deseable que se sustenten posturas definidas y que, sobre todo, la sociedad reciba el beneficio de sus mentes más brillantes y de sus artistas más lúcidos? Nada más penoso que un artista silenciado, sobre todo por cuenta propia. Porque se puede tal vez comprender el temor a no ser contratado, a ser excluido del sistema o que el mimado del régimen calle por conveniencia, pero, ¿no es acaso particularmente triste que el artista enmudezca por ignorancia y, sobre todas las cosas, por voluntad propia, por infinita apatía y mezquindad?

En México, la caracterización política del artista es el mutismo. Causas:

Privilegios, el de aquellos que siempre están en la escena; “siempre son los mismos, suele decirse, no se da oportunidad a otros”, tienen “contactos” y/o “palancas” y por ello nadie los releva (independientemente de sus talentos).

Temor, a no ser llamados, contratados, tomados en cuenta.

Esperanza, a ser llamados, contratados, tomados en cuenta. Esperan el ring del teléfono. ¿Sonará?

Ignorancia, contra ella nada se puede y, paradójicamente, no es poco común en el medio artístico.

Apatía, el mezquino desinterés de la abrumadora mayoría. Ya sea porque defienden una plaza, un contrato o porque les vale madre lo que pasa en el país.

Con el subterfugio de que el arte debe ser apolítico, se calla. Y en gran parte hay razón para el mutismo. El sistema mexicano excluye al artista pensante, al crítico. Los burócratas culturales funcionan como censores, la institución y el presupuesto que controlan lo consideran de su patrimonio y lo distribuyen, antidemocráticamente, a discreción, para acariciar a los amigos. En los estados inclusive se desvían recursos para campañas políticas de candidatos a lo que sea. Pero, ¿no ganaría más el artista al tener una clara definición política, especialmente cuando no le cabe esperar nada, cuando está expulsado de la élite, cuando el país se encuentra en crisis y requiere del compromiso y la acción de toda la sociedad?

Escritores, intelectuales y académicos, salvo los francamente plegados al poder, han tomado desde antes de 2006 una postura decidida y han dado su apoyo crítico al único proyecto que en México procura el cambio y que en 2011 se identifica como Movimiento de Regeneración Nacional, MORENA. ¿Cabría esperar lo mismo de los músicos, cantantes, bailarines, actores, pintores, etc., que aspiren a un México mejor, vaciado o cuando menos tratado en contra de los peores males: la corrupción, la impunidad, la injusticia, la salvaje e inhumana desigualdad? Sí. Y con ello imaginar un México que sea, contrario al de los que se han arrogado los privilegios, un país para todos.

Me he despedido ya de algunos de los manifestantes enjaulados, acotados por las vallas metálicas de la policía neoyorquina, y a estas alturas en que tenazmente prosigo la marcha por las calles y avenidas al ritmo denso y ligero de mis músculos, pienso en las condiciones y circunstancias de los artistas mexicanos en esta época crítica y, sobre todo, en el arte de Bertolt Brecht como un extraordinario modelo de creación y compromiso objetivo que nos mira ya sea con desdén o simpatía; la de la solidaridad con nuestras ilimitadas posibilidades de horizontes.

P.D. Con solidaridad y aliento para mis amigos japoneses en momento tan difícil.

lunes, 4 de abril de 2011

Giuseppe di Stefano: Fuego de eterno instante

Por Héctor Palacio @NietzscheAristo
Giuseppe di Stefano: Fuego de eterno instante 
Nacido en 1921 al brillo del sol ardiente del verano de Sicilia (24-07), Giuseppe di Stefano, después de descubrir la voz y la gracia del canto y tras alistarse al servicio militar del ejército italiano durante la segunda guerra mundial (donde terminaría siendo mimado gracias a su voz), devendría en uno de los tenores, uno de los cantantes más importantes del siglo XX y de la historia total de la ópera hasta el presente. A su debut inicial como Des Grieux en la ópera Manon, de Massenet, en 1946, le seguiría una vertiginosa carrera que lo llevó a la Scala de Milán, Liceo de Barcelona, Metropolitan Opera de Nueva York, Covent Garden de Londres y Opera de Viena, entre otros teatros importantes. El bello lirismo de su voz, la enorme capacidad expresiva, la sorpresiva, abrasante espontaneidad, su canto-verdad, su honesta manera de actuar, sus audacias vocales, la gallardía y la bravura, la entrega, el abandono absoluto al rapto del canto, al sentido de las palabras, a la esencia de la poesía, fueron (y siguen siéndolo en los discos y en particular en las grabaciones en directo) los elementos vivos que conmovieron las fibras emotivas de los espectadores y oyentes que tuvieron la fortuna de verle en su tiempo histórico. 
   En desacuerdo con la descripción de su biografía hecha en Wikipedia, procedí a registrarme en la página para añadir un párrafo que considero sustancial: “Uno de los fenómenos más marcados e interesantes en relación a Di Stefano es la incomprensión de su inigualable capacidad técnica, lo que ha llevado tanto a críticos como a detractores y aun seguidores, a decir que no poseía técnica o una ‘buena técnica’, cuando por al menos quince o veinte años de carrera exhibió una grandeza técnica inalcanzable e insuperable al día de hoy [en términos de fonación y articulación], sobre todo en el repertorio belcantista y lírico, pero también abordando cierto repertorio verista. Un error de sus críticos es decir que cantaba abierto o que no ‘cerraba’ los agudos, cuando su vocalidad expresaba lo que se llama cubrir la voz desde una posición abierta, lo cual le permitió la más asombrosa y conmovedora expresividad o ‘forma de decir’. Los ejemplos son incontables, desde la ópera a la canción napolitana y popular. Su decadencia prematura pareciera deberse a dos factores principales: 1. El paso a un repertorio más dramático sin el adecuado ajuste técnico. 2. Los excesos de la ‘buena vida’. Aunque el propio Di Stefano argumentó en algunas entrevistas problemas de respiración y de alergia. Junto con Enrico Caruso, Beniamino Gigli y Mario del Monaco, ocupa uno de los principales lugares de gloria del canto italiano.”.
   Giuseppe di Stefano no otorgaba concesiones, no se las daba siquiera a sí mismo. La entrega absoluta al instante era la característica cardinal de su canto, de su arte. Este abandono, este rapto, esta embriaguez de los sentidos, del espíritu, eran la esencia propiciatoria de la catarsis colectiva en el teatro después de cada ópera, aria o canción. El instante como una manera absoluta de vivir. Como un valor supremo. El instante como un presente constante, infinito, que no se da tiempo a cálculos o a especulaciones sobre futuros posibles o imposibles. El instante instalado en el espíritu del hombre, del artista. Del hombre transfigurado, encarnado artista. Hombre-Artista devorado por ese instante que anhela ensanchar a su máxima potencia expresiva; la expresión de la vida y la muerte. Y después del instante, la muerte. La muerte del instante mismo que no será ya más, que se ha consumido para siempre. Que ya fue y que ya es pasado. Así pues, para no pensar, para no padecer (en el sentido del pathos) sino la gloria del instante, la embriaguez poética de Di Stefano se expresaba en el acto mismo de ser. Ser en el escenario o fuera del mismo. Un aliento tocado por la dicha y el sentido del instante. Porque si bien el instante es instante, también es eterno. Y Di Stefano se abrazaba en su propio instante de fuego en una sucesión abrasadora de abandono y embriaguez. 
   El público lo percibía y lo seguía en la aventura, se le rendía con un fuego semejante al de su propio espíritu que le quemaba las fibras interiores. Una caricia, una arrebatada expresión, un agudo pleno desarrollado a tal punto que, ya ahíto, se vaciaba de sí mismo, el desgarramiento, la animalidad sublimada en momentos cumbres de su canto. El Fausto del Metropolitan Opera de Nueva York, el Duque de Mantua, Arturo, Fernando, Cavaradossi, Des Grieux o Werther del Teatro de Bellas Artes de México, el Rodolfo de Londres, el Alfredo o Don José de la Scala de Milán, el Edgardo de Berlín, etcétera (incluso el Radamés de Milán o el Calaf de Viena), fueron los personajes que encarnó y que insufló con este instante vital constante. Las grabaciones en vivo ofrecen el testimonio de ese pasado maravilloso que es ya futuro. El lirismo romántico, el apasionamiento exacerbado, la ternura de brisa que acaricia como un susurro y el salvajismo abrupto, primitivo, animal, son los extremos que anidan en Di Stefano. María Callas dijo alguna vez que cantar con él había sido para ella como hacerlo con un dios o con un animal salvaje. Y justo con Callas creó un binomio irremplazable en la historia de la ópera. Una pareja mítica. El teatro de ellos está ahora en sus grabaciones. Escucharlos, en estudio o en directo, es recrear en el ideal el teatro posible que no vimos y que ya no veremos.
   Y a la gloria de los años primeros de carrera siguió la crisis vocal a partir de los sesenta. Unos argumentan deficiencia técnica, otros, repertorio equivocado, algunos más, excesos de placer (juego, tabaco, vino, mujeres). Y vinieron así presentaciones como la Tosca de Tokio, más que lamentable, dolorosa. Nunca recobraría la forma ya. Daría tumbos por todos lados. Encontraría soluciones en ciertos recursos como la morbidez del portamento o el de su bello falsete. Y el público volvería a amarlo pese a todo; o lo condenaría. La gira de conciertos con Callas a principios de los setenta para algunos resulta terrible, insoportable, intolerable, otros dan gracias por haber alcanzado a ver (aunque sea en video) los luminosos destellos de este par tocado por la dicha del pasado, el sufrimiento de la ruina vocal y el dolor de la existencia. 
   En su libro de memorias (El arte del canto; al parecer nunca concluyó el segundo volumen prometido), Di Stefano ofrece una vívida recapitulación de los primeros años de gozo. Dice, no sin exageración y cierta adulación agradecida, como un homenaje al México operístico que se le entregó por entero, cómo él y María aprendieron a cantar en este país, pues luego de cada función iban a la estación de radio a escuchar el audio de la noche anterior. Grabaciones que hoy son memorables y mundialmente codiciadas. Y esto fue parte de los años cincuenta en la ciudad de México, la década tan añorada y que para muchos ha sido, como expresión cultural, la mejor del siglo XX mexicano. 
   La relación entre México y Pippo (como se le llamó con cariño) se prolongaría con esporádicas presentaciones en las siguientes decenas. Fue un casi romance no ausente de escándalos como el de Un ballo in maschera en los sesenta. Diría su adiós escénico al público mexicano en los ochenta, con El país de las sonrisas, de Franz Léhar, en el cine Chapultepec. Volvería en los noventa para ser homenajeado. Una ocasión en el Teatro de Bellas Artes (1993) y la última en lo que fuera el cine Plaza Condesa (1995). Y el público se le brindó en forma absoluta casi por última vez cuando cantó “Passione”, “I’ te vurria vasá”, “Parlami d’amore Mariú”, “L’ultima canzone” y “O sole mio”. Casi, porque el vínculo continúa a través de los discos y la memoria que se renueva en las recientes generaciones de melómanos operísticos.
   Y después de la bella locura de cantar al viejo Príncipe Altoum de Turandot en Roma, pareció llegar el retiro definitivo y apacible. Entre la casa italiana y la keniana en África, viviría el final acompañado de la hermosa joven esposa alemana, Monika Curth. La pasión del artista acaso seguía encendida sin embargo. Otorgaba entrevistas en las que, puro en mano, se explayaba en el pasado y en explicar su crisis vocal que para él no fue producto de la deficiencia técnica o los excesos, sino de una tremenda reacción alérgica a ciertos químicos esparcidos por  la calefacción de su casa o de algunos teatros; en sus memorias había dicho que se habría debido a una crisis en la manera de respirar. Lo que haya sido, no le atormentaba más. Pues siempre encontró nuevas maneras de disfrutar la vida. Él no pretendía una carrera de cuarenta-cincuenta años. No deseaba una interminable lista de óperas nuevas por aprender. Quería vivir. Y así como tuvo quince-veinte años de gloria absoluta, supo encontrar nuevos disfrutes vitales. ¿Qué eran cincuenta años de sólida y prolongada carrera, tal vez tediosa, frente a la dicha de la explosión y la absoluta mutua correspondencia entre público y cantante y aún tener vida, no para vivir del recuerdo, sino para abandonarse al goce de la existencia? Parafraseando a Callas, Di Stefano era, pues, un dios vuelto mortal. Un dios entregado no a un proyecto prolongado sino al presente, al instante, sin pensar en qué sucedería mañana. Si por esto pagó un precio, nunca se arrepentiría o lamentaría de ello. Muy por el contrario. Y no es que hubiera hecho una apología de la crisis y la autodestrucción: no, una del instante.
   Giuseppe di Stefano, el artista, el hombre que vivió como murió, que murió como vivió. Embriagado de sí mismo, abrazando con gallardía el instante. En 2004, con ochenta y tres años a cuesta, sintió el coraje, el clamor en las mejillas, atendió el impulso vital de su naturaleza para defender con arrojo a la mujer en contra de los criminales que pretendían robarle. Pero esta vez cayó abatido para no recobrarse jamás. Los cobardes golpes de palo en el cráneo acallaron el valor del hombre. Silenciaron momentáneamente la verdad de su canto intemporal. Unos dicen que su reacción fue una locura, otros, que un acto de heroica valentía. Él sólo fue una vez más Giuseppe di Stefano, abrasado por el fuego vital de su existencia. Arrojado al instante sin pensar en un futuro posible o imposible. Abandonado a su convicción de artista, de hombre. Y así lo seguiremos escuchando. Las futuras, como las pasadas generaciones, vivirán vibrar a Giuseppe di Stefano: Fuego de Eterno Instante. 

                                                                       Revista Pro Ópera, marzo de 2008

Texto incluído en el libro De Caruso a Juan Gabriel. Una mirada de la cultura en México. UJAT/Laberinto Ediciones. 2019



domingo, 3 de abril de 2011

Fellini una noche, en un ferrocarril

Por Héctor Palacio


Fellini una noche, en un ferrocarril

A las 23:58, abandono Termini. Tren último de la jornada. Poco antes se anunciaban las puertas de las corridas del amanecer, mas no la que impaciente esperaba. En tanto, una señora con extraño acento me inquiría. Algún dialecto, creí. Al fin, llegó y salió el convoy con retraso. Cargué y subí las maletas de quien resultó ser inmigrante rumana en Roma. En mi vagón, sólo sujetos. Contrario a Cortázar en un tren de Bruselas a París (Fantomas contra los vampiros multinacionales), en vano esperé a que entrara la romana plateada que alegrara nuestro viaje. Lento avance. Dormitábamos todos entre los vapores del calor cuando, abrupta, apareció la policía solicitando documentos. ¿Por qué mi vagón, es aleatorio el asunto? De esta escena en adelante todo sucedería como entre brumas, incluida la de los cigarros que tanto se fumarían en cada estación de la línea ferroviaria.

   00:03: Avanza el tren. Al fin, dormir al menos cinco horas después de dos noches de insomnio. Mañana estaré fresco.

   00:25: Policías. Golpean la puerta con cierta autoridad burocrática y asoman tres policías bastante avejentados. Con los cinco documentos locales y mi pasaporte mexicano a la mano, se repliegan al pasillo. Los compañeros de viaje comienzan a hablar y a reír entre ellos como identificados con el trámite. La autoridad hace una llamada telefónica y solicita información sobre los sujetos. No le escuchan del otro lado: «Piú forte? Ti chiedo l’informazione su… —aquí van los nombres, uno por uno, los italianos, un turco y espero escuchar el mío mientras esta especie de vitelloni se burla del folclorismo de los carabinieri—, che non mi senti?, mannaggia!». Llaman al turco. Regresa tranquilo y empieza un argumento con otro compañero sobre las leyes italianas en las cuales cree; está nacionalizado, mas el otro, que es actor, se avienta un discurso humanista contra el autoritarismo fascista.

   00:35: Africano. Un chavo, cigarrillo en mano, llega e invita a otro del vagón al pasillo, para il fumo. El segundo se niega porque aguarda el documento que tiene la policía. «Cazzo polizía», dice el africano, «andiamo!». Se tiene que ir solo después de mucho insistir.

   01:10: Billeteros. Entre sueños oigo pláticas sobre i carabinieri, la corrupción burocrática, la inmigración. Voy pegado a la ventanilla, donde están las células de la calefacción que resecan y sofocan el ambiente y las narices. Los billeteros son prestos, se marchan. Voces entre vapores y el monótono movimiento del tren.

   01:30: Vuelta de policías. Ya adormilado, me avivé con los gritos de los policías que acuden al llamado de los billeteros. «Dove è il tuo biglietto?», se escucha. No alcanzo a ver, todos observan de pie la escena. Un pasajero con voz cascada y llorosa dice que no tiene boleto. Los policías, interpreto, lo jalonean. «Lasciatemi!, lasciatemi!, lasciami!, ammazzami!, ammazzami!, sparami al mezzo, sparami al mezzo». «Un cane, quello è che sei, un cane, alzati maledetto!». Y el borracho, que es también africano: «Non lascio qui, chiami l’ambulanza, vai, mi sento male!». «Dove vai?, paghi cane!». Y el perro no tiene con qué pagar.

   01:52: Mujer policía. Ajustada en pantalones que muerde con las nalgas, atractiva, aparece en escena y se une a los carabinieri ancianos. Pone un poco de orden.

   02:05: Pareja. Cruza, arrastrando bultos y maletas pesadísimas, un par. Ella se queja a gritos del inútil: «Ma, dov’è il posto? Porca miseria, cammina, mannaggia!...».

   02:15: Africano custodiado. Por andar de fresco paseándose entre vagones y carrozas, por andar fumando y bebiendo por aquí y allá y por tampoco tener boleto ni papeles (en vez de haberse ocultado en el baño como sugirieron a posteriori los italianos) pillaron al muy pendejo.

   02:22: Asomados. El tránsito en los pasillos recuerda galeras caóticas desbordas de animales donde todos hablan, ríen, argumentan y arrojan bromas a un tiempo.

   02:48: Duermevela. Suena un vago acordeón una canción napolitana ante la Fontana di Trevi en la que, encantadora y sensual, se moja Anita Ekberg y una señora en los arcos de Bologna se me tira a los pies dando de gritos: «Voglio morire, me voglio morire, aiuto, aiutami!», leo entre nubarrones, bruma veneciana vaporosa, el marco que anuncia a un médico y timbro urgido, la señora aúlla: «aiuto!». Responden del interfono: «Il dottore non è oggi qui!». Temo que se me muera la matrona, bien vestida, abrigo, sombrero y con un bolso enorme de mano. Llega un señor para ayudar y le dice: «Ti ho detto di non bere piú, mannaggia!». La levantamos y su alcohólico aliento me baña el rostro mientras al fin el médico abre el portón; y ya en una iglesia, la que mira desde la fuente la sueca de Malmö, Anita, a la entrada de los turistas y feligreses, una mujer que parece hombre o un hombre que parece mujer, robusta/o, pero con muchas arrugas y un solo diente al medio, meciéndose sentada sobre sus piernas cual autista portentosa y sonando una lata con pocas monedas lloriquea: «Aiuta a la povera María!, aiuta a la povera María!», con una voz ronquísima y profunda mientras un gordo que cortaba el puerco en trozos en la Piazza Navona, cuchillo en mano, me quiere cobrar de más y el organista ha cambiado de canción y suena a Nino Rota y una soprano gorda canta afectada cuando adelgazó antes de volver a engordar; una procesión de artistas fracasados y muertos de hambre camina en busca de vino, pan y patrocinio; Cayo Petronio antes de sangrar hasta morir escribe trazos estrafalarios del Satiricón ignorante de que serán también una película; Giulietta Masina me sonríe bailando los ojos como si yo fuera un Zampanò sin motocicleta, y una jauría de mujeres hermosas pero histéricas corriendo por entre ruinas y coliseos sicodélicos me reclama no sé qué cosas…

   02:55: Policías, africano y borrachito. Ya está más que discutido. En la próxima estación, i carabinieri echarán a patadas a los negritos. Ya están los protagonistas ante la puerta del vagón para arrojarlos.

   02:57: Pasillos. Vías de tren, furgones que son romería, una feria, una procesión italiana de santos, vírgenes y cuetes, es decir, muy pueblerina; como en el cine o una ópera verista.

   03:10: Tren varado. Hasta que no se concluya la cuestión, estaremos detenidos. El joven africano es bajado a empellones, el viejo se queda a bordo. Suena el silbato de quien lo toque.

   03:30: Tortuoso avance. Tras acalorada querella, escándalos cercanos y lejanos de variedad sin luces, proseguimos.

   03:31: Actor, billeteros y policías. Nos enteramos de que han pagado el pasaje del anciano borracho hasta cierto tramo, por eso lo han dejado en paz. Poco antes, todos reían del actor que al inicio se mofaba de lo que sucedía en el ambiente y que ahora está inmerso en una discusión a fondo con los carabinieri y la mujer policía apretada. A todos les va tocando su turno italianesco. Che buffonata!

   03:50: Discusión a bordo: Immigrati… Berlusconi… Fiducciasinistradestrasinistra moderata, moderna e svergognata, sinvergüenza… africanos… turcos… polizia burocratica… trenes… arrogancia italiana, grandilocuencia romana… Mussolini… popolo italianoNapoliRomaVeneziaMilanoBolognaFirenze... Siciliaspaghetti al pomodoro fresco, alla carbonara la vera pizza fritta napoletana… vinos al sur de la bota… proseccoMessico… drogas… gli Stati Uniti… inmigrantes… la sinistra moderna mondiale che é una miseria, una vera sporcizia, una merda

   03:55: Rumana. En una villa, baja la señora y entre gritos todos ayudamos a pasar valijas pesadas.

   04:00: Diálogo. El actor expone el trabajo de su grupo milanés con base en La commedia dell’arte. Hablamos de Darío Fo y Luigi Pirandello, ya que estamos en su país. Arte, literatura, teatro, ópera, cine, todo italiano. Acabamos nuevamente en los carabinieri miserabili, los inmigrantes del mundo, la destra e la sinistra internazionale, y, sopra tutto, despotricando contra la sinistra moderata, la izquierda cínica que dialoga todo con todos, la que negocia en todas partes, en México o en Italia.

   04:…: Inconfundible y distante, lánguido, se escucha el aullido del tren en los diversos pueblos en que se detiene mientras todos quedan dormidos. 04:58: Súbito. Despierto o creo despertar, y creo descender entre neblinas en mi lugar de destino, alguna pequeña ciudad perdida de Puglia. Los compañeros de viaje gritan. «Eh, ragazzo, siete arrivato, in fretta, che il treno se ne va!».



P.d. Creeré tomar dos cafés expreso y un panino con prosciutto, para despejar mi tercera noche insomne. Una rubia mujer madura de bellos rasgos afilados e italianísimos ojos se acerca a mí entre la bruma de un caffè latte espumeante y un libro abierto entre sus manos.


Publicado originalmente el 26 de febrero 2011 y recogido en la colección de cuentos y narraciones de viaje En busca de Nils Runeberg y otros ejercicios. Praxis/SDPnoticias, 2016.