El talento
burocratizado de Pelé contra el arte del Pelusa o del instante que los
distancia
A Alicia B. Sayas Halbritter
Por Héctor
Palacio
Si se ha de hablar por primera y última vez sobre el futbol,
ha de ser sobre su asunto más notable, el único en realidad trascendente
durante las recientes décadas (dejando de lado, por supuesto, el tema de su
función de “opio de los pueblos”). A saber, la cuestión de fondo: ¿quién es el
mejor jugador de todos los tiempos, Pelé o Pelusa? Por muy elusivo que sea,
cualquier otro tema carece de importancia si no se resuelve antes el primero.
Antes que nada, tres premisas. 1) El futbol es un deporte que hoy día tiene
dimensiones de gran espectáculo. Se desarrolla en un escenario. De allí que los
involucrados en la cancha sean una suerte de actores. Como tal hay que juzgar su
desempeño entonces. 2) Al hablar de profesionales de una especialidad, y en
particular de los considerados por un público mayoritario como los mejores de
la misma, el asunto va más allá de la estadística y se ubica en el terreno de
la subjetividad, el criterio personal, el gusto, la estética. 3) En el teatro
como en la cancha, lo que importa es el actor en escena, no su vida privada.
Históricamente, Pelé es anterior a Maradona aunque sólo separados por una
generación. Uno nace en 1940 el otro en 1960. Ambos alcanzan la gloria y el
mayor de los éxitos en una Copa Mundial. Curioso, uno y otro, en México. Edson
Arantes do Nascimento, Pelé, que realiza su momento cumbre en 1970, se retira
en 1977. Diego Armando Maradona, Pelusa, que lo materializa en 1986, se despide
en 1997. Las estadísticas son generosas para ambos y señalan campeonatos y
productos en sus respectivos equipos tanto particulares como nacionales. En
este punto ambos tienen fama similar. ¿Dónde subyace la polémica entonces, e
impulsada por quién?
Consagrado como “El Rey” en 1970, nadie imaginó, ya vistas
sus virtudes, sus méritos, sus grandezas, que surgiera alguien más a su altura
o que incluso pudiera rebasarlo. Se difundió la imagen de Pelé como el mejor
jugador del mundo, participó en una película de Paramount (Victory, John Huston, 1981; junto a Max von Sydow, Michael Caine y
Silvester Stallone), se le galardonó en los organismos internacionales
(iniciando así un especie de burocratización de Edson Arantes), y lo contrató
el Cosmos de Nueva York con el fin de promover el juego, raquítico en los
Estados Unidos. Apareció en televisión internacional. Hizo comerciales, se
volvió una industria lucrativa. Pero un día repentino irrumpió la amenaza a su
trono, a su condición de mejor, de único: Diego Armando Maradona, Pelusa, quien
alcanzaría logros estadísticos también trascendentes. De allí que, sobre
cualquier inventario, todo se reduce a una cuestión exegética tanto de la
estética del juego como del desempeño del papel de mejor jugador en el escenario.
A Pelé se le elogió por su juego cadencioso, su driblar acompasado, su
contundencia frente al arco, en fin, se dijo que jugaba como bailando; quizá
samba. Hay películas que muestran su juego atractivo, aunque, en realidad,
también relajado, sin la presión de los marcadores que más bien, en su época,
lo dejaban jugar a placer. No existía todavía un rigorista marcaje personal.
Edson Arantes do Nascimento, Pelé: un extraordinario futbolista que juega con
el balón, que baila armonioso con la pelota; y así llega a la portería o recibe
el pase para marcar a gol. Estupendo. Magnífico. Excelente. El Rey.
Diego
Armando Maradona, Pelusa: La mano de dios, dios mismo, el igual a dios, lo han llamado
sus seguidores. Pelusa no juega con la pelota, tampoco baila con ella: Él mismo
es el balón, lo lleva integrado al cuerpo corto y cilíndrico. Ni siquiera
piensa que conduce un balón, se trata de un viaje imbricado hacia adelante,
hacia la meta: El gol. Una cuestión vital. Cuando Maradona elude a cien antes
de marcar a los ingleses en 1986, pelota y hombre son uno mismo. No hay
diferencia. Un solo pulso. El balón va adherido al pie; una extensión, una
segunda naturaleza. Allí ha estado siempre, desde que Pelusa adolescente
mostrara el talento. No tiene, pues, que bailar o jugar. La vehemencia por la
red es la persuasión mayor y hacia allá avanza imbatible, irrefrenable, la
unidad (si acaso la inteligencia desea en un momento de reparo hacer un giro y,
hábil o generoso, desprenderse de sí y enviar un trazo o un disparo, parte del
cuerpo, del espíritu, cruza también con la circunferencia) entra en una
comunión catártica con el público que contiene el aliento, lo suspende en el
tiempo, que progresa en crecimiento, que arrebata, que se agiganta, que se
acerca a lo inexpresable, a lo complejo y simple del arte: El dolor y la
alegría: Estallan al fin público y materia ejecutora del instante, en el soplo
mismo en que se ha creado el mayor aliento del futbol: El vaciado espíritu de
Maradona, la voluntad, el restallido del gol del Pelusa. Si acaso hubo muchos
instantes como ese con Boca, Barcelona o, sobre todo en 1990, con el Nápoles,
es 1986, Ciudad de México, la cumbre, la antonomasia del futbol, la energía de
Maradona que se convierte así en su propio dios (lo cual confirma que no hay
dios, porque cada cual puede ser, si lo desea, un dios; como el asombroso caso
de Lebiadkin en Los demonios, de
Dostoievski). Se crea en ese instante una pieza maestra. Una obra de arte. Obra
de arte equivalente en su euforia del instante, por decir un ejemplo, al baile
salvaje de Carmen Amaya en Los Tarantos.
Diego Maradona se supera a sí mismo en ese instante (deja detrás y por debajo
lo antes hecho y lo hace en las circunstancias más propicias para la gloria
deportiva). Atisba la transgresión del tiempo. Un instante se hace superbo y su
naturaleza etérea se cristaliza en el correr de una película para la
posteridad, hasta que dure. Sobre todo, el instante anida en la noción social.
Independiente del género y el campo de competencia (como en una reintegración
del arte primigenio), el instante es susceptible de transformarse y aun de
condensarse, sustanciarse, en un algo más allá de la fugacidad del tiempo y
construirse en arte. Ante este fenómeno estamos con Maradona en el futbol en
1986, al menos. El gol del siglo. El instante transfigurado, más allá de
aplaudidores y detractores, en arte.
Para 1986 está ya planteada la cuestión de
fondo: ¿Quién es el mejor? Pelé se ha incorporado a la burocracia de la FIFA.
Participa en eventos altruistas. Antes de cada mundial se exhibe como
comentarista estelar o en mini cápsulas televisivas haciendo supuestos análisis
de los respectivos países que lo contratan. En realidad, haciendo millones. En
México aparece una y otra vez con cansino rostro diciendo generalidades cuando
el público ávido espera que elogie a Hugo Sánchez o Jorge Campos o al jugador
del momento. Él es parco, casi mezquino (¿o realista?) y no los complace. Sólo
hace asomos mencionando aquí y allá algún nombre. A punto del retiro, Maradona
entra en una vorágine de tumbos. Los problemas personales y adicciones le
agobian. Y de allí parten los detractores para tratar de degradarlo como
jugador. Dirán que frente a la vida ejemplar de Pelé (presumiendo que haya una
y que la de “El Rey” haya sido intachable), sucede en paralelo el desastre de
Maradona. La moralina hipócrita del público, pero aún más, de los críticos, los
comentaristas y los burócratas internacionales del futbol, entra en juego.
Contraponiendo el supuesto virtuoso comportamiento de Pelé en la vida pública y
privada contra la degradación física y moral de Pelusa, ante sus ojos, el
primero es mejor que el segundo. Falsa presunción de acuerdo a las premisas
planteadas al inicio de este texto. Alguien analiza a posteriori 1986: “Gol sensacional.
Un momento dorado en una vida que ha girado entre el triunfo y la desgracia”.
Por supuesto que los ingleses tratan de denigrarlo por el gol hecho en su
contra con la mano. Pero no estamos en el terreno de la política sino en el del
espectáculo (la FIFA se negaba al uso de cámaras para dilucidar jugadas
complicadas). Antes, el mismo gol, en el momento de su concepción, da cabida a
la sensible poética popular en la voz de un locutor, Víctor Hugo Morales: “¡Es
para llorar, perdónenme! Maradona en una corrida memorable. En la jugada de
todos los tiempos. ¡Barrilete cósmico, de qué planeta viniste para dejar en el
camino a tanto inglés! ¡Para que el país sea un puño apretado gritando por
Argentina!” Maradona es el autor e intérprete de la felicidad popular.
Los
críticos, primero que aceptar sin más el genio del jugador, arguyen las faltas:
Vida familiar desordenada, agresiones a periodistas, consumo de cocaína,
gordura, la efedrina de 1994, etcétera. Argumentos fuera de proscenio. En 1994
Pelusa confronta al poder. Después de marcar gol, como gorila enardecido encara
la cámara del mundial de Estados Unidos. El poder actuará entonces de manera
autoritaria. Por un supuesto azar, lo envían a prueba de orina. Da un positivo
todavía considerado dudoso. Y aunque haya afirmado, “No corrí por la droga.
Corrí por el corazón y la camiseta”, es excluido del mundial.
En 2000, la FIFA
organiza una votación por internet para determinar al mejor jugador del siglo.
Maradona triunfa de forma abrumadora. Pelé queda, lejos, en segundo lugar. La
burocracia internacional (a la cual pertenece Edson), modifica de última hora
los criterios originales y nombra a un panel que dictamine al vencedor. Por
supuesto que así gana Pelé. Pelusa protesta. FIFA tiene que cambiar otra vez y
decide otorgar dos premios: El del público a Maradona; el de los especialistas,
la burocracia, los reyes de la estadística, a Pelé. Pelusa recibe el premio de
la hinchada como el mejor jugador del siglo y la cámara toma el semblante
fatigado y consternado de Pelé quien, hundido en la butaca, apenas aplaude.
Maradona abandona el lugar tras ser ovacionado y no espera a que el brasileño
sea galardonado. Ha tomado revancha personal contra el poder.
El asunto
Pelé-Pelusa no es una materia de números. Lo es de apreciación estética en
conjunción con la valoración de la efectividad que el jugador despliega en la
cancha; un mecanismo de especulación e interpretación. Ambos jugadores son
extraordinarios. Sin embargo, Maradona obtiene el triunfo glorioso de rozar en
un instante cumbre y con las circunstancias propicias, la altura del arte.
Y
llega la despedida al fin del Pelusa: “Esperé tanto este partido y ya se
terminó. El futbol es el deporte más lindo y más sano del mundo. De eso no
quepa la menor duda a nadie. Porque se equivoque uno, no tiene que pagar el
futbol. Yo me equivoqué y pagué. Pero la pelota no se mancha”. Hoy, 2010, Diego
Armando Maradona, Pelusa, reaparece en escena; ahora como entrenador de su
país. Edson Arantes do Nascimento, Pelé, estará, mimado y con la expresión
desfallecida de siempre, observando desde el privilegiado palco de la dorada
burocracia de la FIFA.
Junio de 2010
P.d. Texto publicado en el libro De Caruso a Juan Gabriel. Una mirada de la cultura en México. Héctor Palacio. UJAT/Laberinto Ediciones/El caballo y la colina. México, 2019. Págs., 143-148.