viernes, 24 de junio de 2011

Francis y su batalla contra el bravo macho mexicano


Por Héctor Palacio @NietzscheAristo

Nosotras hacemos a los hombres. Salen de nosotras, son de nosotras. Y los hacemos muy machos. ¿A poco no? Desde niñitos. A las mujercitas les pedimos que ayuden, que aprendan a barrer, cocinar, lavar; a ellos, les enseñamos a ser servidos. A mis hijas, mi marido les exigía el quehacer y al niño le decía que no hiciera ningún “trabajo de mujer”; ¡sácate, qué! Quería que mis hijas fueran criadas del niño como yo de él. No iba a permitir eso. Así que a sus espaldas le enseñé a lavar sus calzones y calcetines y a respetar a sus hermanas como iguales, aunque corriera yo el riesgo de algún trompazo. A mí me pegaban y no quería lo mismo para ellas. Más me regañaban, pellizcaban, jalaban de los pelos, más rebelde en la educación de mis hijas, aunque fuera a escondidas y aunque me aguantara mis buenos trancazos. Me dejaba de llamar Francisca si no estudiaban una carrera. Y como eran medio flojas, iban y le decían al papá que ya no querían hacer tarea. Yo les ponía una friega, ¿qué quieren, hacer la tarea o ser sirvientas?

Mi marido me maltrataba también porque según, forzaba yo al niño a ir a la escuela. Si no quiere estudiar, no lo obligues, decía. Yo llegué del cerro sin conocer ni coches, ni televisión, ni radio, ni nada, pero mis criaturas no iban a ser como yo, tenían que ir a la escuela. Le di una cueriza al niño, ¿cómo no va a estudiar? Hay que educarlos desde el vientre y ya que nacen no hay que ponerles mucha atención cuando lloran, porque se mal acostumbran. Otra cosa es que lloren cuando son ya hombres. ¿Por qué no van a llorar? Lo malo es que así los crían, reprimidos. Si lloran, se desahogan y nada de que pierden lo macho. Qué idea tan mala. ¡Si son humanos!

Yo digo, ¿para qué se viste uno? Debiéramos andar en cueros. Así no habría morbo y se haría menos gastos, menos trabajo. Yo me bañaba desnuda con mis pequeñitos, pa’ que no anduvieran de morbosos. Y así aprendieran a respetarse y a respetar. No que luego los papas llevan a los adolescentes con las prostitutas quesque pa’ hacerlos machitos. No les permiten vivir su inocencia. Ya luego no aman a las mujeres, sólo las usan. Ahí andan de conchudos, nada más de pisa y corre, chupando de una flor y otra. Y las niñas con eso de que se han relajado ya se portan como hombres. Andan diciendo, güey, verga, mamadas, y otras peladeces. Ni quien las aguante, pero bien que andan de loquitas. Ellos se las echan y por machismo no usan condón. Y ellas que son bien pendejas lo aceptan porque si se embarazan piensan que los van a amarrar. Nada, qué. Al principio ellos pagan, pa’ cogérselas nada más. Luego, ellas disparan todo, el cine, el restaurante, el hotel, si tienen carro, los andan paseando en todas partes. De plano, son muy cínicos, todo les sale gratis. Esos ya no son hombres, son padrotes. Y lo peor es que ellas ganan menos que ellos en los trabajos.

Y así le hice hasta que me fui. Eduqué a mis tres hijas y mi hijo y ya pasados los cincuenta me largué. Pero cómo le aguanté a ese hombre. Me junté con él porque me buscaba harto cuando yo trabajaba ya en un hospital. Pero no fue fácil. Antes me escapé de casa de la abuela que me crió porque me quedé huérfana de padre y madre. Ayudaba a la cosecha y ni crean que me pagaban. Pero iba juntando de a poquitos los granos de frijol y maíz tirados hasta que podía ir a vender un montoncito. Ahorré, y cuando tuve como quince años me escapé una madrugada. Corrí, caminé los cerros con el frío hasta los huesos, cuando vi venir el tren que en una curva se ponía lento. Y que me trepo con todo y mi hermanita. Y así llegamos al DF. Todo fue nuevo y a buscar trabajo y donde vivir.

El hombre me pegaba. Se emborrachaba y todo el día en la calle. Llegaba nada más a tener sexo como animal. Antes no salieron mal los chamacos, medios chuecos o turulatos. El alcohol los vuelve locos. Y era requeteceloso. Veía demonios con tranchetes por todos lados. Por nada me la armaba. Una vez le dije que un taxista se paraba enfrente de la casa y me veía y luego me seguía. Y en vez de ir a enfrentarlo, me empezaba a insinuar y a reclamar de mi amante el taxista. Una vez que llegué más tarde me dio de trompadas. Seguro te andas acostando con el puto ése. En una fiesta de su familia todos se dieron cuenta de que me maltrataba. En las pachangas ni siquiera me sacaba a bailar, me dejaba en un rincón y se iba a chupar con los amigotes o a ver a las chamaconas. Pero esa vez ya borracho me dijo, “¿qué le ves a ése?”, a un primo de él. Me agarró, me enterró las uñas en el brazo y me jaló hacia fuera de la casa y que me empieza a dar de moquetes. Escucharon los gritos y me fueron a rescatar del salvaje que ahí se le cayó el teatrito, porque su familia creía que era un angelito.

Una prima de Los Ángeles me escribió para que la alcanzara. La menor de mis hijas que veía las humillaciones diarias me dijo, “qué esperas mamá, saca las alas y vete, no seas cobarde”. Y me fui, pero iba tranquila de que todos mis hijos eran ya profesionistas. Me salí una madrugada y me fui a Mazatlán, La Paz, Tijuana, Los Ángeles. Y pa’ qué cuento lo difícil de la pasada y los polleros. Puro sufrimiento. Yo llegué hasta Hollywood, ahí vi las huellas de los pies de artistas mexicanos. El Indio Fernández, Katy Jurado, Pedro Armendáriz, Dolores del Río y otros. Y así me eché diez años. Me acordaba de vez en cuando de mi pueblo en Hidalgo, de donde había salido.

Me enfermé y me regresé. Ni modo. Anduve por la ciudad rentando cuartitos. Hasta que mi hijo me dice, mamá, regresa a casa. Es tuya, trabajaste mucho para que la tuviéramos. Y que me decido. Y el viejo me dice: Está bien, regresa, estoy dispuesto a perdonarte. ¿Perdonarme de qué o por qué?, dije. Si no sólo fui su criada y aguanté golpes e insultos. Eduqué a mis hijos. Vendía desayunos, garnachas, hacia negocitos de ventas, trabajé de cerillera y todo para hacer algo de dinero e ir construyendo. ¡Qué cínico de veras!

Una necesita un abrazo, un beso, cariño, no trancazos. Pero el hombre no se comide. Antes me aguantaba por los hijos. Ahora ni pelo al viejo. Vive ahí todo cochino en su cuarto, pero del resto de la casa me hago cargo. Se queja de que no lo tomo en cuenta. Pero para qué, si él no hace ni deja hacer. O le digo, ¿sí?, de a cuánto pa’ tomarte en cuenta. Pienso en lo que aguanté, le planchaba todo con almidón, hasta los pañuelos, el mantel del comedor, si no le gustaba cómo le quedaba el boleado de los zapatos me los tiraba encima, si le encontraba una arruga a la camisa o el pantalón los echaba al suelo. Cocinaba tres veces al día. Y ahora, cuando hago frijolitos o caldo de pata que sé cuánto le gustaba, quisiera convidarle un plato. Pero me digo, no seas pendeja, si lo haces, va a volver a montarse en ti. Y me aguanto y no le doy. Que se las arregle solo el canijo. No sé porqué son tan machos y bravos los hombres. Ya ni mi tocayito, Pancho Villa, ese lloraba también, no nada más era bravucón. Por eso creo que era el más valiente, porque era muy sentimental, yo digo, más que Zapata. Pero algo raro tienen los machos mexicanos.

P.D. Me había subido al metro azul y en Tasqueña cambié al tren ligero rumbo a Xochimilco. En la sala de espera de un hospital del sur de la ciudad, conocí a la señora Francis de 74 años. Fornida, saludable, nada tres veces por semana, camina, hace excursiones, frecuenta a sus amigas, se alimenta bien, se impone sus propias tareas y, sobre todo, después de una travesía nada fácil, ha conquistado su libertad.